Los sábados de
otoño, a la mañana, se forma sobre la cañada una nube sin igual, una nube de
alitas blancas, que gira en todos los sentidos, impredecible en su rotar y en su
forma, que sube y baja y se estira y compacta en segundos, como toda masa de
viditas siendo.
Son libélulas o mosquitos o polillas o zancudos, con seis
patas y voladores, que se reúnen cuando las calles vibran poco y muchos
duermen.
Brillan, brillan en cantidad, encandilan; se refleja en cada alita el sol del
este, y es tanto el brillo, tanto, tanto para tan temprano, tanto para tanta
simpleza, más aún que todo el brillo de las cientos de chapitas del cemento
desparejo de la 25 de mayo ente Salta y Maipú y del agüita que se acumula en la
esquina de los ojos después de bostezar. Más que todo ese brillo junto.Y entonces
hay que seguir, porque la vista enceguecida lo pide, pero te vas pensando que bailan
una música que no escuchamos, en esa pista de baile que nadie usa que es el
gran espacio vacío entre la superficie del agua, las paredes de la cañada y el
cielo.
Cohesión impresionante y armónica e íntima danza aérea.
Yo las vi: formaron una flor de aromo, una mano mojando pan
en la yema de un huevo frito, formaron una L gigante y formaron una frase de un
poema que no conozco.
Obra de arte silenciosa, pero huracanada, intensa y fugaz.
Obra de vida.
Brillo del girar.
Cuando me pierda, suspéndanme una
mañana de sábado en ese espacio mágico, y dejen, sin dudarlo, que las alitas me
envuelvan, me sacudan y me impregnen de todo ese brillo.
Si regreso, les cuento de la música
que suena.