Que si hay algo que me gusta es ir por la rambla de La Cañada (veredita a la vera del canal que atraviesa la Córdoba), mirando el agua, rozando con una ramita de tipa los adoquines de la baranda ancha (valga la ignorancia arquitectónica); la misma baranda que alcanza para sentarse, acostarse, doblarse en ángulo recto y fumar cabeza abajo, llorar, silbar, caminar y correr y desvanecer, solo, acompañado, tomar mates o sol, o todo junto, la misma que a cuantos habrá tocado en su historia.
Raspa el empedrado el palito oscuro de tipa, al son de mi caminar por la rambla, tropieza con las junturas de cemento y se quiebra, justo cerca de algún otro que lo reemplaza en el raspaje áspero y grisáceo que musicaliza mi andar a pie. Se gastan, pero sigo, sabiendo que hay más esperando y que parte del ritmo también es el cese, el silencio sin ramita que hace sobresalir el cuchicheo del correr del agua. Y los restos de tronquitos que voy dejando.
Vuelan y anidan entre rulos de transeúntes típicas* florcitas amarillas en verano o las semillas voladoras en otoño, mientras camino absorta por cuadras y cuadras sin poder cruzar a la vereda sin cañada. Siempre una mano desocupada.
Y en el bramido atroz de la ciudad o en el desamparo abrumador de ciertas tardes, es el sonido del agua y de la ramita raspando lo más parecido al inicio de un poco de calma.
*típicas: adj. Calidad “de tipa”; p.e. flores amarillas típicas